París. De nuevo.

17 de Mayo de 2006. Medianoche en Paris. Restaurante “Le Coupole” en el Boulevard Montparnasse. En el centro de la mesa, la fuente de ostras prometida a mis acompañantes fuera como fuese el partido. Estar en París ya era suficientemente importante como para celebrarlo. No quería que el resultado pudiese trastocar mi dicha. Mi hermano, el mayor de mis sobrinos y mi hijo con 9 años. Era su primera final. Su final. Para mí, en cambio, era ya la tercera tras Sevilla y Atenas. No pude asistir a la de Wembley, destino de los sorteos, falta de contactos y falta de dinero para remediar la falta de fortuna. A Atenas fuí solo. Acabé cenando con unos milanistas en una terraza del barrio de los Dioses, Plaka, justo debajo e la Acrópolis. No puede decirse que fueran dos finales felices en cuanto al resultado aunque de ambas guardo grandes recuerdos.

Durante un montón de días antes le había hablado, a mi hijo, de la posibilidad de perder. De la posibilidad de poder perder. A veces en el deporte se pierde y en otras se puede perder.

Pero ahí estábamos, en un mítico restaurante parisino, símbolo de «l´Art Déco» y de la historia de Montparnasse, de los años locos del París de entreguerras. Sintiendo el eco del descorche de las más de 1200 botellas de champagne del día de la inaguración allá en 1927. En el mismo espacio en que se situaban Derain, Léger, Picasso, Chagall y Vlaminck mientras Man Rai ajustaba sus objetivos. En el que conversaron Breton y Aragon, y Henry Miller y Anaïs Nin, estos quizás intercambiandose algo más que palabras, mientras Matisse apuraba la jarra de cerveza y Joyce alineaba los vasos vacíos de whisky. Con el tiempo pasaron Sartre y Beauvoir, y Camus, este último celebrando su Premio Nobel. Cohn-Benditt subido sobre la mesa en estampa de ese añorado Mayo del 68, con Patti Smith en la terraza tocando la guitarra y un Gaisbourg besando tiernamente a Jane Birkin como anticipo del «je t´aime… moi non plus» que nos hizo imaginar a todos como debería ser estar entre los riñones de la Birkin y esperando a que nos retuviera entre ellos eternamente, mientras seguía susurrando las palabras.

Ahí, devorando ostras y hablando del Barça y de Larsson y de Belletti, de Ronadinho y Puyol, de Márquez y Eto´o y de tantos y tantos que hubieran merecido estar en ese lugar, ese día y a esa hora, jugadores importantes y ánonimos con el paso de los años, pasamos una inolvidable velada hasta que el sueño venció a los pequeños, con sus caras reflejando la felicidad del momento y el cansancio y la tensión acumulada.

Hoy se vuelve a cruzar París en la historia del Barça. Mi hijo ha crecido. El Barça me ha dado la posibilidad de estar más tiempo con mi hijo, durante estos años, de lo que me pertoca. De sentarnos juntos en la grada comentando el partido mientras la vida pasa a nuestro alrededor. De escuchar inquietudes y confidencias entre carreras de laterales pisando la cal y robos de balón en presiones asfixiantes. De hablar de estudios y amistades viendo regates imposibles y centros desde la linea de fondo. Compartir quince minutos de descanso y transformarlos en dos besos y un abrazo suficientes para llenar ese tiempo en que no está. Miradas cómplices en el gol y en la derrota. Alegrías y tristezas compartidas más allá del cesped y la pelota.