“Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa.”
Me han venido a la memoria estas letras de Julio Cortázar, que aunque muchos creen argentino, fue parido en Bruselas. Hasta su cuarto aniversario no llegaría a Buenos Aires de donde se exilió en 1.951.
Y repensando estas palabras me ha venido usted a la mente, cosa no tan extraña en día como hoy, justo al siguiente de uno de los mayores bochornos del Futbol Club Barcelona en los últimos años.
Quizás no me creerá, pero para mí es usted entrañable. Será el polo, ese, el pistacho, el que me unió, de un modo casi sentimental, a usted. Las risas, levantadas bajo bigote, de muchos al observarle, me recordaron las broncas de mi ex-mujer al enfundarme uno parecido. Le reconozco el mérito. Yo me limitaba a lucirlo en la «Platja del Canadell», allá por “l´Empordanet”. (Le recomiendo vaya presto a la zona, como hizo con Montserrat, pues en estos lares y en sus quehaceres nunca se conocen los tiempos para el disfrute, ni tan solo los tiempos del verbo estar). Nada que ver con setenta-ochenta mil pares de ojos contemplar tan lindo atuendo. Ahí me demostró valor. Yo, más remiso, cambié al azul cielo, con la idea de confundirme con ese techo que nos proporciona el verano.
Usted me cae bien. No sé de su aptitud, pero me cae bien. Reconozco que a veces me despista con sus ruedas de prensa y con alguna de sus decisiones en el juego. Pero, no todo es perfecto. Y eso, me cae bien.
Sin duda habrá averiguado que las primeras letras corresponden a un fragmento del cuento “Carta a una señorita en París” del autor de “Rayuela”, ese que dio “La vuelta al día en ochenta mundos” y en dos volúmenes, para ser metódicos. O al menos, así los tengo yo.
Curioso y desconocido texto ese de Don Julio. Cuan cerca estamos de otros tiempos, lugares y situaciones.
Usted llegó a Barcelona, no sabemos muy bien porque. Su curriculum, su nombre y su procedencia harto desconocidos por estas tierras. Exquisitez tan solo al abasto de gente como el presidente Rosell, acostumbrado a los “ultramarinos”. El chicarrón del norte ni sabía ni contestaba aunque luego echara mano del teléfono, aún sin saber si para preguntar o contestar, que son cosas distintas. Y yo, convencido, como dice Cortázar, que usted pensaría algo así.
“yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma,…”
Usted sabía donde llegaba. No sé si conocía la historia más reciente del Barcelona. Hablo de los últimos treinta años. Han estado los más grandes (Johann, Pep, Frank, Louis) También han habido otros, de los que ya nadie se acuerda o prefieren olvidarlos, (Serra, Charly, la copia mala y posterior de Louis). Y otro, exquisito como persona, Sir Bobby Robson. Y ambos me parece que coinciden en vomitar conejitos. Esos de Cortázar. Blancos, grises y negros.
“Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.”
Nada malo hay en ello salvo que al protagonista le dé por vomitarlos en demasía. Uno cada mes es tolerable. Pero, ay, si se nos llena la casa de conejitos. Y los observo igual. A sir Robson y a usted. Incapaces de liquidar conejitos. Y así, han raído libros, roto lámparas, destrozado alfombras, roto cortinas y telas de sillones.
Y la gente le culpará a usted de vomitar en exceso conejitos, sin preguntarse que quizás es el lugar y el tiempo lo que le lleve a ello. Que quizás la casa esta le induzca al vómito. Y aquí, algunos, tan contentos están con los conejitos que ni se plantean suministrarle ningún medicamento contra el vómito. Y aún más, seguramente los anteriores ocupantes del departamento le dejaron, en algún lugar escondido, algún conejito tempranero. O igual el casero, que ese no es mucho de fiar, le haya ido introduciendo conejitos sacados de la chistera.
Tan sólo espero, si acaso, el cuento acabe con “los conejitos salpicados sobre los adoquines”, sin el otro cuerpo al lado, ese que “conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales”
Texto de Julio Cortázar «Carta a una señorita en París»del libro «Bestiario» (1951)