Mi amigo. Podría estar en Can Barça. De directivo, claro.

Hace tiempo, demasiado tiempo, a un amigo mío cuando le preguntaba por su vida y como esta le trataba, siempre me contestaba hablando del tiempo. Si le preguntabas por el trabajo, por su negocio, te contestaba con un hace falta que llueva pronto. Si lo hacías de su relación con su mujer y si aún subía de vez en cuanto al tiovivo del sexo te respondía con una reflexión sobre la tramuntana y lo que afectaba a la vida cotidiana.

Siempre era así. Podías hablarle de cualquier cosa en la que estuviera involucrado, algo que le afectara a dia a día y la respuesta siempre era la misma. El tiempo y la climatología.

 Lo podría dejar así pero mentiría (aunque no creo que nadie lo conozca). Tenía otra obsesión aparte de la meteorología. Era, es, arquitecto y había realizado buenos proyectos. Se le metió en la cabeza construir dos huevos enormes en unos terrenos en l’Empordanet. Dos construcciones para vivir en ellas. Algunos construiríamos un chalet o reformaríamos una masía. El no. Deseaba el no va más. Dos huevos. Su proyecto. Dos construcciones fuera de lugar en esos momentos (hablo principios años 80) en los que dejó enterrados negocio, dinero y amor, aunque todo esto lo supe con posterioridad. Lo cierto es que tuvo dos huevos construidos sin nadie que los habitara, vacíos, con la soledad como única compañía.

 Durante un tiempo, cuando nos reuníamos algunos en su casa hablábamos de ir “als collons d’en x” (perdonen no de el nombre). Así nombrábamos esa residencia creada a mayor gloria de nuestro amigo.

 Con el tiempo me enteré que en su estudio los proyectos se secaron y la relación con su pareja se la llevó el viento, aunque sería mejor decir que fue un francés que apareció por Palafrugell quien se la llevó junto a sus hijos a un destino donde cambiaron huevos por viñedos. Como despedida le dejó una nota “Aquí te quedas tu y tus huevos. Si algún día me saco el carnet de conducir volveré para que puedas ver a los niños”.

 Poeta como era optó por la metáfora. Llenó el camino que llevaba hasta sus huevos de coches sacados de un desguace cercano y los dejó a los lados. Apoyados en árboles, volcados al lado de la senda que llevaba a su construcción como indicadores de la ruta a seguir. Un día, seguramente más cargados de lo aconsejable de alcohol y otras sustancias que no hace falta mencionar propias de esos principios de los ochenta, le pregunté que le había llevado a colocar esos coches desvencijados por el camino. Por una vez no me habló de climatología.  Tan solo me dijo que para llegar a sus huevos tuvo que dejar antes el camino como un autentico vertedero.

 Nunca más he vuelto a verlo a él ni a sus huevos. Hoy me ha vuelto el recuerdo y al hacerlo los ojos se me han llenado de lágrimas. Habíamos sido felices en su ático, con una inmensa terraza, mientras preparábamos cenas bajo la cúpula de estrellas. A los “suquets d’escòrpora” nunca le hicieron falta sus huevos.